El Olvido del Olimpo

Antes del Olvido, fue la Voz.

Dicen que en lo alto del mundo, más allá de las nubes, donde los relámpagos no asustan y los suspiros danzan en forma de estrellas, existe un lugar olvidado por muchos… pero recordado por unos pocos.

Un lugar donde los nombres tienen poder.
Donde el amor se convierte en arma.
Y donde el silencio puede borrar civilizaciones enteras.

Algunos lo llaman mito.
Otros, historia enterrada.
Pero los que aún sienten el temblor del trueno en el pecho… lo llaman verdad.

Esta es la historia de un Guardián que desafió la niebla.
De un mapa que solo respondía al equilibrio del alma.
De un tridente que no partía montañas, sino corazones cerrados.
 

Si has olvidado algo que amabas…
Si alguna vez sentiste que el mundo se apaga en tus recuerdos…
Entonces este libro es para ti.

Porque solo quien recuerda… puede salvarnos del Olvido.


El templo que nadie recuerda


Habían pasado varios meses desde que Ignacio había vencido por primera vez a la Niebla del Olvido. 

El libro del Dragón dormía sobre su escritorio, siempre abierto en la misma página: aquella donde se dibujaba una estrella con alas, y debajo, una nota escrita con tinta dorada decía:
 
“La luz en ti es el comienzo, pero no el final.”

Luego de una semana larga y un fuerte día entrenando, Ignacio creía que lo más raro de esa jornada sería el nuevo cinturón para el que su entrenador lo estaba entrenando. Había practicado fuertemente, concentrado… como siempre. Pero algo en el aire del dojo olía distinto. Como si la tarde llevará un perfume suave y nostálgico, uno que le recordaba al de los dulces de su abuela Flor. Un aroma que no sabía si esta vez le daba paz… o le advertía algo.

Esa noche, después de la cena, sus padres encendieron el televisor como de costumbre. Pero en lugar del noticiero habitual, una transmisión en vivo interrumpía todo:

—Última hora—

Las cámaras enfocaban una colina vacía en Atenas. La voz de la periodista temblaba:

—Lo que hasta hoy era un símbolo eterno… ha desaparecido.

—El templo de… —intentó decir el periodista, pero se detuvo. Parecía no recordar de qué templo se trataba… ni de qué diosa.

Ignacio frunció el ceño. En la pantalla, había una estructura ausente. No quedaba nada más que algunas columnas rotas, como si alguien hubiera arrancado un edificio entero sin dejar escombros. Su padre, Billy, comentó, confundido:

—¿Ese lugar no tenía un nombre? Algo de una diosa griega…

Su madre intentó recordar, pero su mirada se volvió vidriosa.

—¿Era… Afrodita? ¿No…? No sé. Qué extraño…

—Era el templo de Atenea… la diosa de la sabiduría… —susurró Ignacio, casi sin darse cuenta.
 
¿Por qué nadie la recuerda? se preguntó.

Se levantó lentamente del sofá. Una presión le apretaba el pecho, como si su propia memoria también intentara escaparse. Pero entonces, desde su habitación, algo brilló. La llama azul palpitaba.

Corrió a su cuarto. El fuego flotaba sobre su escritorio, justo encima del libro del dragón. No había viento, pero las páginas se movían solas. Una ráfaga de aire entró por la ventana, aunque no había tormenta. Y en la contraportada del libro, una grieta apareció… como si algo dentro quisiera salir.

De pronto, un portal se abrió ante él, como si los límites del mundo hubieran decidido romperse.

Del otro lado, un cielo roto. Nubes pesadas caían como ceniza. Y en el centro, una figura arrodillada. Un hombre tan antiguo como el trueno, con cabellos blancos como nubes desgarradas, barba de relámpagos apagados y una túnica que parecía tejida con noche.

La figura susurraba con poco aliento:

—Guardianes de la llama… por favor… recuerden quiénes son… Los necesitamos…


Lo repetía una y otra vez, como si esa súplica fuera lo único que lo mantenía de pie. Sus ojos eran tormentas que alguna vez brillaron, pero ahora apenas chispeaban. Era Zeus… aunque su poder parecía consumido.

—Ignacio… —susurró al otro lado del portal, aún visible desde la habitación—. La sabiduría… junto al recuerdo de Atenea… ya se han ido.

—El templo… el Partenón… y su diosa, Atenea, diosa del conocimiento y la sabiduría… han sido olvidados.
Tú eres el único Guardián de la Llama que ha respondido a mi llamado… Me quedan pocas energías y no sé cuánto más podré contener el poder del Olvido…

Y antes de que pudiera decir algo más, el portal se cerró de golpe.

Ignacio cayó de rodillas frente al libro. Todo era silencio. Pero dentro de él, algo se había encendido. No era miedo.
Era
memoria.
Y sabía que ese era solo el comienzo.

Se levantó del piso. Se vistió con su bata de taekwondo, se ajustó el cinturón y colgó de él sus tres amuletos. Con voz firme, encendida por una luz interior que ya no temía, dijo:

—Estoy listo.

Ignacio abrió el libro del dragón con decisión. Una luz cegadora estalló entre las páginas.
Y en un destello, fue transportado a la cima del Monte Olimpo.

La aventura había comenzado.

El mapa de los dioses olvidados

El viento en la cima del Monte Olimpo no era como ningún otro. No soplaba: susurraba. Murmuraba nombres que ya nadie recordaba, fechas que habían desaparecido de los libros, historias que alguna vez fueron contadas al calor de un fuego… y que ahora no vivían ni en los sueños.

Ignacio abrió los ojos entre la niebla espesa y un cielo deshilachado. El Olimpo, aquel monte sagrado que alguna vez fue la cuna del conocimiento, el arte, la sabiduría y la historia, ahora yacía en ruinas. Las columnas flotaban quebradas sobre nubes grises. Los jardines colgantes estaban marchitos. Las estatuas lloraban polvo.

—¿Dónde… estoy? —murmuró Ignacio, tocando el suelo. Era mármol agrietado, pero aún cálido, como si el corazón del Olimpo siguiera latiendo.

Una figura se aproximó entre la niebla, caminando a una velocidad imposible. Sus sandalias no tocaban del todo el suelo, y su capa ondeaba como si estuviera hecha de pergaminos escritos con viento. Llevaba un casco alado y una mirada astuta.


—Al fin llegas, Guardián —dijo con voz ágil—. No queda mucho tiempo.

Ignacio reconoció la figura por los libros antiguos que solia leer: Hermes, el mensajero de los dioses.

—Zeus… te esperaba. Está cada vez más débil. Ven.

Juntos cruzaron lo que quedaba del templo principal. En el centro, bajo una cúpula resquebrajada, yacía Zeus, tendido sobre un trono de piedra. Su cuerpo ya no brillaba. Estaba pálido, desvaneciéndose en humo. Solo sus ojos conservaban la tormenta.

—Ignacio… la sabiduría se ha ido con Atenea. Sin ella, el equilibrio se rompe. Y Hades… ha regresado.

El nombre pesó en el aire como una roca en el mar.

—Después de que venciste a la Niebla del Olvido en la Batalla de las Tres Bibliotecas, creímos que estaba condenada a extinguirse. Pero Hades, que siempre envidió el poder de los demás dioses, ha hecho un pacto con ella. Juntos quieren borrar el legado de todo lo que fuimos. Y si el Olimpo desaparece, el mundo olvidará su historia. Y sin historia… no habrá futuro.

Ignacio sintió el vacío en su estómago. Atenea, la diosa del conocimiento, ya había sido olvidada. El Partenón había desaparecido. Nadie recordaba su nombre. Y ahora, Hades y la Niebla iban por más.

—¿Qué puedo hacer yo?

Zeus le miró con un destello de esperanza.

—Tres deidades aún resisten, aunque su memoria se debilita: Poseidón, Afrodita y Apolo. Si los encuentras y restauras su esencia, su recuerdo mantendrá vivo al Olimpo… y a nosotros.

Hermes sacó entonces un objeto envuelto en tela de estrella. Al abrirlo, se desplegó ante Ignacio un pergamino brillante, que latía como un corazón. Las rutas en él no eran líneas: eran caminos hechos de luz, que se movían, cambiaban, se borraban y reaparecían.

—Es un mapa viviente —explicó Hermes—. Se adapta a ti. No muestra direcciones… muestra posibilidades. Solo podrás avanzar si tu cuerpo, tu corazón y tu conocimiento están en equilibrio. Sin eso, el mapa se cerrará.

Ignacio tragó saliva. En el centro del mapa apareció un símbolo: una llama azul rodeada de olas, espejos y rayos de sol.
La búsqueda comenzaba.


—Solo tú puedes hacerlo —dijo Zeus, su voz desvaneciéndose como un último trueno—. Porque tú… eres quien recuerda.

Ignacio apretó el mapa contra su pecho. Sentía miedo, sí. Pero también fuego.
La historia aún podía salvarse.
 
Y él era el Guardián de su luz.

El océano sin nombre

El mapa temblaba en las manos de Ignacio, como si respirara. Los caminos brillaban, desaparecían y regresaban según los latidos de su corazón. Hermes flotaba a su lado, cada vez más inestable. Sus sandalias aladas parpadeaban, como si también fueran víctimas del olvido.

—¿Qué está pasando? —preguntó Ignacio.

Hermes no respondió de inmediato. Su rostro, antes lleno de picardía divina, ahora mostraba agotamiento.

—El Olvido nos alcanza más rápido de lo que esperábamos —dijo finalmente—. Mis alas… están desapareciendo.

Ignacio miró hacia sus pies. Las sandalias ya no volaban: caían.

—Guardián, espero que sepas nadar —dijo Hermes con una sonrisa triste—, porque no puedo llevarte más lejos.

Y con un destello final, se desvaneció en un remolino de letras que se borraron al tocar el aire.

Ignacio no tuvo tiempo de gritar. El mapa se aferró a su pecho como un escudo, y su cuerpo atravesó las nubes a toda velocidad hasta caer con un estruendo en el corazón del océano.

Pero no era un océano normal.

Las olas estaban congeladas en el aire, atrapadas en medio de sus propios movimientos. Algunas rompían en espuma suspendida. Otras parecían sostenerse como estatuas de agua. Los peces nadaban en círculos interminables, como si hubieran olvidado el camino.

El cielo, arriba, era gris sin fin. La brújula que colgaba de uno de sus amuletos giraba sin sentido, sin norte, sin rumbo.

Ignacio flotó por unos segundos. Luego, el agua comenzó a tirar de él hacia abajo.

Debo llegar al templo… al fondo.

A medida que descendía, la temperatura bajaba. La luz se apagaba. La niebla del Olvido envolvía las profundidades como un abrazo pesado. El cuerpo de Ignacio temblaba, pero no se detenía.

Entonces lo vio.

Un palacio sumergido, majestuoso incluso en ruinas. Columnas cubiertas de corales grises, puertas resquebrajadas por la presión del mar y estatuas de tritones con los ojos borrados.
En el centro, una figura de piedra encadenada a su propio trono: Poseidón, sin rostro, sin tridente, sin nombre.

Ignacio nadó hasta él. Pero antes de tocarlo, el agua se transformó en un torbellino. Una criatura hecha de olas y sombras emergió. Un guardián del Olvido. No hablaba, pero su fuerza hablaba por él.

La batalla fue cuerpo a cuerpo. Ignacio no tenía armas, solo su entrenamiento, su instinto y su valentía. Cada golpe lo alejaba de la superficie. Cada movimiento era una lucha contra la pérdida de sí mismo.

Y justo cuando creía que no podría más, recordó.

El dojo.
La disciplina.
La llama.
Su abuela.
La historia.
El tio Chris

Ignacio gritó bajo el agua, y de su pecho brotó un rayo de luz azul que atravesó la niebla. El guardián se desintegró en espuma. Las cadenas de Poseidón se rompieron.


El dios despertó.

Sus ojos se encendieron como mares en tormenta. El trono tembló. Y su voz, aunque rota, retumbó en las profundidades:

—Mi nombre… es Poseidón.
Gracias, Guardián. Me has devuelto el recuerdo de lo que soy.

El templo vibró. Una corriente poderosa elevó a Ignacio hacia la superficie, donde por fin, el océano comenzó a moverse de nuevo.

En su cinturón, el primer símbolo del mapa brilló con intensidad. Una Gota azul que brillaba.

La primera parte del Olimpo había sido restaurada.


La isla del amor perdido


Ignacio emergió del océano como un cometa azul, impulsado por la corriente final del poder de Poseidón. El agua se abrió a su paso y lo depositó con suavidad en una balsa luminosa que no estaba allí antes. Su mapa brilló, y el símbolo del océano resplandeció con fuerza: el recuerdo del mar estaba restaurado.

Mientras tomaba aire, sintió un cosquilleo en el cielo.

—¡Te lo dije! ¡Te dije que era real el rumor! —exclamó una vocecita aguda desde las alturas.

—¡Yo sabía que la profecía era cierta! ¡Tú eras quien decía que hablaba de La Centinela de la Flama Rosa ! —contestó otra vocecita, aún más chillona.

Ignacio levantó la vista y vio a dos pequeños querubines alados revoloteando sobre él. Eran casi gemelos: uno tenía rizos dorados y una túnica desordenada; el otro, rizos castaños y un arco torcido colgado del hombro. Ambos discutían como si llevaran siglos peleando… y probablemente era cierto.

—¡Yo dije que la profecía hablaba del guardian! —gritó uno.

—¡No! Dijiste que la elegida era la Centinela de la Flama Rosa,  pero que nunca despertaría —replicó el otro—. ¡Y ahora está volviendo! ¡Yo lo dije primero!

—¡Lo dijiste mal!

—¡Lo dije mejor!

Ignacio, empapado y confundido, levantó una ceja.


—¡Ya basta, chicos! ¿Quiénes son ustedes?

Los querubines se detuvieron en seco, como si acabaran de notar que él podía escucharlos.

—Somos Liros y Leros —dijo el de rizos dorados, posando dramáticamente en el aire.

—¡Yo soy Leros y él es Liros! —corrigió el de rizos castaños con fastidio.

—Fuimos enviados por el susurro final de Hermes —explicó Liros (¿o Leros?)—. Justo antes de desaparecer, su esencia nos buscó. Nos pidió que guiáramos al Guardián hacia la siguiente prueba.

Ignacio apenas alcanzó a asentir cuando, a lo lejos, un trueno rosado atravesó el cielo. Parecía líquido, como una cicatriz en el aire. Una ráfaga de viento tibio rozó su rostro, y el mapa en su cinturón comenzó a moverse de nuevo.

—Bueno… creo que ya tendremos tiempo para conocernos mejor.
Esa batalla nos espera.

La isla se alzaba en medio de un mar calmo, flotando como una joya olvidada. Era hermosa, sí. Llena de flores, espejos rotos, árboles de pétalos cristalinos… pero desierta. Totalmente vacía. Como si nadie hubiera pisado allí en siglos.

Ignacio puso un pie en la arena dorada y algo en su pecho se estremeció.

—¿Dónde estoy? —murmuró.


Los cupidos aterrizaron detrás de él, más callados esta vez.

—Esta es la Isla del Amor Perdido —susurró uno.

—Aquí no hay nadie que recuerde a nadie —dijo el otro.

Y era cierto. A medida que avanzaba, Ignacio empezó a sentirse más ligero… demasiado ligero. Como si perdiera el peso de sus propios recuerdos. Su mente comenzó a borronearse.

¿Cómo era la voz de mi mamá? ¿Cuál era la risa de Mariana?
 
¿Mi papá… tenía barba como el tío Chris? ¿O era liso como un espejo?

El olvido comenzaba a hacer efecto.

Pero entonces, una imagen resistió. La de su abuela Flor, acariciándole el cabello en el auto camino a clases de taekwondo.
Y otra más. Su madre, abrazándolo fuerte antes de ir al colegio.
Ese amor no se borraba. Ese amor encendía.

Ignacio cayó de rodillas sobre la hierba azulada de la isla. Cerró los ojos. Apoyó la frente en el suelo.

—Recuerdo… lo que se siente amar.

Una llama cálida, de color rosa brillante, brotó de su pecho. Rodeó el terreno. Encendió los espejos rotos. Iluminó los árboles.
Y entonces, entre la niebla, apareció ella.

Afrodita. Pálida, transparente, como una estatua hecha de perfume. Su cuerpo temblaba. Sus ojos estaban vacíos.

Pero al acercarse a Ignacio, y tocar su corazón encendido, algo en ella volvió a brillar.

—¿Esto… esto es amor? —preguntó, como si la palabra le resultara nueva.

Ignacio no respondió. Solo le ofreció la llama. Y con ella, el recuerdo del amor.

Afrodita sonrió. El color volvió a su piel.  Y con un suspiro, la isla comenzó a cantar.


Los espejos reflejaron rostros. Los árboles susurraron nombres. El mapa del Guardián brilló con un nuevo símbolo: un corazón rosado envuelto en luz.

El segundo recuerdo había sido restaurado.

El canto que se apaga


—¡Yo te dije que la profecía era cierta! ¡El Guardián nos salvaría del Olvido! —gritó uno de los querubines, tropezando con la bata del otro.

—¡No es cierto! ¡Tú decías que la profecía traería a la Centinela de la Flama Rosa! —replicó el segundo.

—¡Tú fuiste el que inventó ese nombre!

—¡No, tú lo dijiste primero!

—¡No, yo dije "Rosa Guardiana del Fuego del Amor" y tú lo cambiaste!

Ignacio los observaba con los brazos cruzados, empapado aún de la energía de Afrodita. No sabía si reírse o pedir silencio.

Pero no fue él quien puso orden.

Fue Afrodita.

Con una risa dulce, musical, que brotó como una flor en primavera, dijo:

—En el nombre de Zeus, niños, dejen de discutir.
Los dos tenían razón.
La profecía es real… y hoy hemos sido salvados del Olvido.

Los cupidos se quedaron quietos como estatuas por un segundo, luego se abrazaron sin admitir quién había ganado. Afrodita se acercó a Ignacio, su luz ya restaurada.

—Gracias por recordarme quién era —dijo—. Y por enseñarme que el amor que no se olvida… es el más poderoso.

Ignacio la miró con respeto.

—¿Pero quién es… la Centinela de la Flama Rosa?

Afrodita bajó la vista. Su sonrisa se volvió triste.

—Me encantaría poder hablarte de ella… de su belleza, de su poder. Pero creo que ella nos ha olvidado. O tal vez aún no ha despertado.

Y entonces, el aire cambió.

Una risa quebrada, con olor a vino dulce y pétalos marchitos, flotó por el ambiente. De entre una nube de burbujas y humo púrpura, apareció Dionisio. Su corona de hiedra estaba torcida. Su túnica manchada. Y sus ojos… tristes, aunque aún chispeaban.

—¡¿Alguien dijo fiesta?! —preguntó, arrastrando una copa vacía—. O… ¿acaso la música también ha muerto?

Afrodita suspiró.


—Las cosas en el templo de Apolo no están mejor.
Dionisio… llévalo contigo.
 

Es hora.

Dionisio no caminaba: danzaba, tambaleante. Llevó a Ignacio por senderos que no existían. A veces pisaban nubes, a veces estrellas. El mapa en el cinturón del Guardián no brillaba. Solo lo guiaba el eco de una melodía que ya no sonaba.

—¿Dónde estamos? —preguntó Ignacio.

—En lo que queda del templo de mi viejo amigo —respondió Dionisio—. Apolo.
El dios del arte. La música. La verdad.
Sin él… nada tiene sentido.
Ni siquiera mi risa.

El mundo se abrió en un abismo. Flotando sobre la nada, una torre suspendida como hecha de pentagramas rotos, cuerdas de lira y versos que se borraban. A cada paso, Ignacio veía símbolos desvanecerse: fórmulas, poemas, canciones.

La torre era el último vestigio del conocimiento humano.

Ignacio comenzó a escalar. Cada peldaño era un recuerdo. Cada nivel, un vacío.

Al llegar a la cima, encontró un salón abierto, donde una figura dormía bajo una luz apagada. Apolo, hermoso, inmóvil. Su lira rota a un lado. Su voz, silenciada por completo.

Ignacio se arrodilló. Cerró los ojos.

¿Cómo se revive la inspiración?

Y entonces, recordó.

La voz de su abuela leyéndole cuentos.
Su madre cantando mientras cocinaba.
Mariana dibujando soles en un extraño vapor de color rosa que salia de su aliento sobre espejo del baño.

Ignacio colocó las manos sobre el suelo y recitó. No un hechizo.
Un verso.

“Donde la luz se pierde, la memoria canta.
Y donde el canto muere, la verdad despierta.”

La lira brilló. La torre vibró. El sol —invisible hasta entonces— comenzó a salir.


Apolo abrió los ojos.

Su voz, al hablar, fue música pura.

—Gracias, Guardián. Me has recordado la canción más antigua… la que da sentido al mundo.

Del centro de su pecho, Apolo extrajo una pequeña esfera dorada:
el Verso Solar.

—Llévalo contigo. Es la clave para restaurar la conciencia de Zeus.
La luz… está en ti.

Ignacio lo tomó con ambas manos. Y el tercer símbolo del mapa se encendió:
una nota musciall brillante.

La última pieza estaba completa.

El Guardián de la Luz Azul estaba listo para la batalla final.


El laberinto y la criatura del Olvido


Cuando Apolo despertó, el Olimpo cantó. Las cuerdas de su lira se reconstruyeron solas. Poemas antiguos comenzaron a recitarse desde las nubes. Las notas musicales, dormidas durante siglos, danzaban ahora sobre pentagramas invisibles, como mariposas de luz dorada.

—¡Ahora sí que comience la fiesta! —gritó Dionisio, girando sobre sí mismo con una copa en la mano—. ¡Que venga la hermosa Centinela de la Flama Rosa! ¡Quiero enseñarle a bailar como una diosa!

Ignacio entrecerró los ojos, desconcertado.

—¿Pero… quién es la Centinela de la Flama Rosa? —susurró, casi para sí.

Apolo alzó una mano, y el teatro celestial se detuvo en un instante.

—Aún no podemos celebrar.

Ignacio volvió su atención al dios del sol. Su rostro, antes apagado, brillaba ahora como un amanecer nuevo. Se acercó con solemnidad.

—Guardián —dijo Apolo—, me has salvado de ser olvidado… y has protegido la melodía del conocimiento.
Pero tu viaje aún no ha terminado.
Ahora que los tres símbolos han despertado —el agua de Poseidón, el corazón de Afrodita y la nota solar— debes ir al núcleo del Olimpo colapsado, donde Hades y la Niebla del Olvido te esperan.
Pero hay algo que aún no tienes.
Algo que necesitarás para esa batalla final.

Ignacio frunció el ceño.

—¿Qué es?

—Una criatura que también fue olvidada.
Una que solo puede domarse con lo que tú ya has aprendido.
Pero para alcanzarla… deberás atravesar el Laberinto del Minotauro, ahora convertido en un lugar donde las sombras caminan y el eco se traga los pensamientos.

Dionisio alzó su copa con entusiasmo:

—¡Yo lo llevo! ¡Déjenme tomar otra copa de vino y arrancamos!

—No —interrumpió Apolo con una sonrisa paciente—. Tú te quedas conmigo, viejo amigo.
Para esta misión, necesitamos al arquitecto del laberinto.

El cielo se tornó marino. Las nubes se abrieron. Y entonces se escuchó un suspiro.

—Dédalos, sé que me escuchas.

A lo lejos, sobre un risco suspendido en la memoria, Dédalos miraba el mar. Sus ojos seguían las olas como si esperara ver volar a su hijo Ícaro una vez más.

—Aquí estoy —respondió, con voz de viento y nostalgia.

Al ver a Ignacio, su rostro cambió.

—La profecía… es cierta.

Apolo bajó la mirada. Todos lo sabían: si el Olvido tomaba el control absoluto, Dédalos corría el riesgo de olvidar a su hijo.
Y entonces, el dolor se borraría… pero también el amor.

—Ayúdalo —pidió Apolo—. Llévalo al laberinto. Enséñale lo que necesita para llegar.

Dédalos asintió. De su bastón surgieron notas musicales flotantes. Las ordenó como un compositor ciego y, con ellas, construyó unas alas vivas, hechas de plumas encantadas, hilos de armonía y cera dorada.

—Tendrás que aprender a volar.
No te acerques demasiado al sol… y tampoco al mar.
El equilibrio es lo que te sostiene.

Ignacio sonrió. No había tiempo para miedo.

—Gracias, Dédalos.

Y sin esperar más, se lanzó al cielo.


El vuelo fue todo menos suave.

El sol derretía la cera. El rocío del mar empapaba las plumas. El viento se reía. Ignacio volaba no con fuerza, sino con fe.
Y al final, llegó.

El Laberinto del Minotauro no era como lo imaginaba.
Era un lugar donde las paredes cambiaban. Donde los susurros intentaban borrar sus recuerdos.
Pero él no se detuvo.

Avanzó hasta el centro. Y allí lo encontró.

Grýphos.
Mitad halcón, mitad tigre.
Mitad luz, mitad sombra.

Los ojos de la criatura eran fuego sin nombre. Rugió. Atacó. Ignacio no contraatacó.
Se mantuvo firme. Cerró los ojos.
Tocó sus tres amuletos: cuerpo, corazón, conocimiento.

El mapa brilló.
La criatura frenó.
Una chispa de reconocimiento cruzó sus pupilas.

Ignacio tendió la mano.

—No vine a pelear. Vine a recordarte.

Grýphos bajó la cabeza.

La alianza estaba sellada.


Ignacio montó sobre su lomo. El cielo se abrió.
El Olimpo temblaba.

Y así comenzó el vuelo hacia la batalla final.

El tridente del trueno y el triunfo del Guardián


Ignacio volaba en lo alto, montado sobre el lomo de Grýphos, la criatura que ahora rugía con fuerza y libertad. Bajo ellos, el cielo se quebraba en grietas negras. El centro del Olimpo —antes sagrado— se había convertido en una grieta profunda: una cueva abierta al inframundo, expandida por la alianza maldita entre Hades y la Niebla del Olvido.

Allí descendieron.

Una nube oscura flotaba en el centro del abismo, y sobre ella, Hades, imponente, con una túnica que parecía hecha de sombra y un trono que se transformaba en altar.

—¡Qué honor tener por fin al pequeño Guardián en mi dominio! —dijo Hades con una sonrisa torcida—. Y montando a Grýphos… qué valiente. Qué ingenuo.

La Niebla del Olvido giraba a su alrededor como una serpiente viva.

Ignacio observó horrorizado las jaulas colgantes que emergían de la oscuridad: una contenía a Hermes, otra a Eros y Leros, y una más encerraba a Dionisio y Dédalos. Todas hechas de la misma niebla, vibraban con el poder de la pérdida.

—¡Libéralos ahora! —gritó Ignacio—. ¡Ellos no te pertenecen!


—¿Liberarlos? —rió Hades—. Traicionaron al nuevo dios supremo. El Olimpo es mío. Yo lo reconstruiré a mi manera, sin memoria, sin pasado, sin límites.

Ignacio apretó los puños.

—¡Zeus sigue siendo el verdadero rey del Olimpo!

—¿Ese pobre viejo? —replicó Hades, y con un gesto, hizo aparecer a Zeus, derrumbado, casi invisible, su cuerpo deshecho en polvo de estrellas apagadas.

Ignacio dio un paso atrás.

—Es tu hermano… ¡ellos son tu familia! ¡No harías eso!

Hades levantó una ceja.

—¿Me estás retando?

Giró lentamente hacia una jaula.

—Veamos cuánta memoria puedes soportar perder.

La niebla subió con lentitud hacia la jaula de Liros y Leros. Uno de los querubines comenzó a desvanecerse. Leros. Su cuerpo vibraba como una estrella muriendo.

—¡NOOO! —gritó Liros— ¡NO, POR FAVOR!

Ignacio sintió que algo se rompía dentro de él.

Fue entonces cuando una chispa dorada iluminó el suelo.

Zeus, con sus últimos alientos, levantó el brazo y le entregó a Ignacio un artefacto celestial:
el Tridente del Trueno.

En ese instante, tres figuras aparecieron detrás del Guardián.

Poseidón, con su tridente del océano.
Afrodita, con un arco de corazones brillantes.
Apolo, levitando sobre notas vivas de luz.


Apolo habló con voz clara:

—Cuando el valor y el amor, el conocimiento y el respeto se unen…
nadie puede contra nosotros.

Ignacio, con el Tridente en alto, sintió la fuerza de los tres símbolos en su cinturón.
Los dioses dispararon su luz.

Pero no fue un rayo de destrucción.

Fue memoria.

Un torrente de recuerdos, amor, poemas, canciones, olas, miradas.
Una ola de todo lo que el Olvido no pudo destruir.

La Niebla gritó.
Se contrajo.
Y luego… se disolvió.
No por violencia, sino por el poder de lo recordado.

Hades cayó de rodillas. Pequeño. Humano.
Derrotado no por ira, sino por lo que había querido borrar.

Ignacio se acercó, respirando con fuerza.

—No necesitamos olvidar para avanzar.
Recordar es lo que nos hace eternos.

Zeus se levantó. No con poder, sino con presencia.

Sopló suavemente hacia las jaulas… y una a una se disolvieron.
Hermes.
Dionisio.
Dédalos.

Y Leros.

Liros lo miró, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Ibas a llorar por mí? —preguntó Leros con una sonrisa—. ¿Me amas, eh?

—¡Claro que no! Solo fue un mugre que me entró en el ojo… ¡y cuando traté de limpiarlo se me metió en el otro!

—¡Tú me amas! ¡Tú me amas! dijo con risa burlona Leros.

Ignacio no pudo evitar reír.
Todos lo hicieron.


Desde lo alto del cielo, una nube de luz descendió como un suspiro eterno. Sobre ella, la energía del amor, los recuerdos y el conocimiento tomó forma, entrelazándose como hilos dorados. Así renació Atenea, más luminosa y poderosa que nunca.

Entonces, una voz jubilosa estalló en el aire como un relámpago de alegría:

—¡Que comience, ahora sí, la verdadera celebración!

Y el Olimpo… volvió a recordar quién era.




Dicen que los héroes vencen con espadas.
Pero el Guardián de la Luz Azul venció con algo más poderoso: el recuerdo.

Porque en su viaje no solo despertó a dioses olvidados, sino que también aprendió que la memoria es un puente entre el pasado y lo que aún podemos ser.
Que el dolor, cuando se recuerda con amor, no destruye: transforma.
Que reír con amigos —incluso si son querubines testarudos— es una forma de resistir.
Que danzar como Dionisio, aunque el mundo se esté cayendo, es un acto de esperanza.
Y que volar con alas prestadas por Dédalo no es un escape, sino una forma de aprender que el equilibrio no se enseña… se vive.

Hoy, el Olimpo brilla de nuevo.
No porque se haya ganado una guerra, sino porque alguien recordó a tiempo.
Recordó que el conocimiento no es solo estudiar. Que el arte no es solo belleza. Que el amor no es solo un sentimiento.

Recordó que lo que somos… vive en lo que no olvidamos.

Y mientras exista alguien capaz de cerrar los ojos, respirar hondo y decir yo recuerdo,
entonces la Luz Azul seguirá encendida.


Continuara.


Regreso